Intentamos
anular "el único acontecimiento absolutamente cierto"
esforzándonos por no hablar de él. Nuestra civilización
destierra la muerte de nuestros pensamientos diarios polarizados
hacia el bienestar temporal.
Por
Joan Baptiste Torelló
doctor en Teología y en Medicina (psiquiatría)
Al terminar la carrera abandoné mi ciudad
natal, y veinte años después, regresando a ella,
al morir mi madre, tuve ocasión de volver a encontrarme
con los amigos, los colegas y familiares. Tres días tan
sólo, pero un desfile de rostros un tiempo habituales
y amados que, con su simple emergencia del pasado, casi sin
palabras, pero con la implacable incisividad del lenguaje de
las formas corporales, pavorosamente roídas por los años,
me susurraron sin cesar una única verdad: la muerte nos
carcome a todos sin piedad, nos consume, poco a poco, desde
dentro. Sin duda contribuyó a esta vivencia penosísima
de devastación la repentina pérdida de aquella
raíz vital que la madre representa para todos. Sin embargo,
fue una cadena de "pequeñeces": la mueca del
ángulo de las bocas, la piel reseca de las mejillas,
la curva grave de las espaldas, la adiposidad de los cuerpos
sin donaire, el timbre opaco de las voces, la inquieta profundidad
de las miradas de aquellos hombres y mujeres, de los que me
había despedido cuando eran todavía espléndidamente
jóvenes, etc., lo que vino a repetirme, con encono casi
insoportable, que la muerte convive con cada uno, que se insinúa
inexorablemente en el cuerpo y su presencia se hace cada vez
más evidente e imperiosa. La exclamación de San
Agustín ante un niño recién nacido, "tampoco
éste se escabullirá de ella", me volvía
obsesivamente a la memoria, en cada nuevo encuentro con los
que, con toda verdad, podía llamar viejos amigos. Ni
el mar sereno, por tantos años anhelado, ni las rocas
rojizas de la costa, ni la música de los pinares, ni
el olor inconfundible de los matorrales, que levantó
en pie súbitamente mi infancia como nadie ni nada había
logrado hacerlo, revelándome la irrevocable pertenencia
a este pedazo de tierra que me vio nacer, pudieron distraerme
de mi encuentro inesperado con la muerte, con todo su bagaje
de laceria angustiosa.
Todos
tenemos miedo y, en el fondo, todos los miedos son un único
miedo: el miedo de la muerte. No tenemos paz ni cordura. Intentamos
anular "el único acontecimiento absolutamente cierto"
esforzándonos por no hablar de él. Nuestra civilización
destierra la muerte de nuestros pensamientos diarios polarizados
sistemáticamente hacia el bienestar temporal. La mayor
parte de las empresas de "pompas fúnebres",
cuyo único negocio es la muerte, han acicalado meticulosamente
su vocabulario, de modo que la palabra "muerte" y
todos los términos que a ella se refieren son totalmente
evitados. Pero damos pena igualmente cuando hablamos de ella
con engolamiento de vocablos elevados: "la muerte nos enturbia
los ojos y serpea viscosa en los tuétanos de nuestro
ser…"
Todos
lo sabemos, y los escritores contemporáneos los directores
de cine, los psicólogos y los filósofos no se
recatan en proclamar que esta vida es "un correr hacia
la muerte", una pura "espera de la muerte". "La
muerte nos acosa" (Camus y Sartre, Malraux, Musil y Brecht,
Guardini, Volk y Culmann, etcétera). Aparece a veces
como fruto maduro del árbol de la vida personal; otras,
como ladrón que a cada instante puede sorprendernos y
abatirnos; otras, en fin, como "traición de la naturaleza".
El descrédito más negro se ha cernido en nuestros
tiempos, sobre los viejos eufemismos: el "engaño
de la vida", de los idealistas; la "disolución
en el éter", de marca goethiana, quizás porque
su máscara horrenda pudo ser fotografiada y difundida
largamente como nunca en el pasado, la violencia del siglo,
de las comunicaciones de masa, nos da su imagen realísima.
"De
todos los males humanos, el peor es la muerte." Ella constituye
"el dolor más extremo de todos los que el hombre
puede padecer, porque nos despoja del más amado de todos
los bienes: la vida." Estas expresiones implacables no
proceden del materialismo ni del sensualismo, sino de Santo
Tomás de Aquino. Contra todas las sentencias más
o menos estoicas, según las cuales deberíamos
aceptar la muerte como algo natural, pues todo lo que nace está
destinado obviamente a morir, la muerte continúa siendo
para todos, si somos sinceros, "no sólo algo espantoso,
sino algo incomprensible…, una violación, una afrenta,
un escándalo" (J. Maritain), un hecho que nada tiene
de "natural". Freud dijo drásticamente: "en
el fondo, nadie cree en la propia muerte". Pero todos,
sin excepción, nos esforzamos por vivir "como si"
la propia muerte fuera real tan sólo en teoría,
en abstracto, no algo concretísimo y personalísimo
que poco a poco se nos avecina.
Caminamos
por la vida, entre fatigas y amores, entre amigos y contrincantes,
siguiendo la marcha colectiva hacia la conquista del éxito,
de la seguridad, de la independencia y de la satisfacción…;
pero, de pronto, rasgan el aire las notas sutiles de las flautas
de la muerte y lo imposible se convierte en realidad: una persona
amada se desploma junto a nosotros, y nuestro amor, nuestros
cuidados y nuestra ciencia se demuestran impotentes y ridículos.
Procuramos darnos ánimo y emprendemos de nuevo la carrera,
nos aturdimos con nuevas empresas, ideales e ilusiones, pero
una angustia secreta nos muerde el alma y temblamos ante la
eventualidad de que cualquier día se levante otra vez
el son de las flautas plañideras, sin saber por quién
será en esa ocasión. Sólo el amor descubre
la crueldad de la muerte.
Se
ha dicho que sólo el cuerpo muere, no el hombre. Pero
sabemos perfectamente que es verdad precisamente lo contrario:
muere el hombre entero, en cuerpo y alma, y ninguna ditirámbica
"inmortalidad del espíritu" tal como la cantó
el decrépito iluminismo, será capaz de consolarnos.
Porque la idea platónica, cartesiana y, finalmente, idealista
de un alma que "se sirve del cuerpo como de un instrumento"
y que, en cuanto pensante y al margen del cuerpo constituiría
el hombre real, no es defendible en absoluto, sea desde el punto
de vista de la tradición cristiana, que desde las perspectivas
antropológicas escolásticas y contemporáneas.
La "inmortalidad del alma" de cuño idealista
se basa en una sobrevaloración fanática del espíritu
humano, que, por sus propias fuerzas, continuaría existiendo
cuando, por medio de la muerte, "se elevará de una
vida imperfecta y sensual a una vida perfecta y espiritual"
(Kant): la "gran mentira" (Nietzsche) que constituyó
el dogma central de la "Aufklarung" y que, sin fundamento
alguno, se quiso hacer coincidir con la doctrina cristiana tradicional.
Aquí se dan la mano, en una ideología embriagada
de absoluta y de total autonomía humana, personalidades
tan diferentes como Mendelshon, Tiedge, Robespierre, Schopenhauer,
Kant y Fichte.
La
conocida expresión tomista, "el alma es la forma
del cuerpo", quiere decir que "el alma está
destinada a existir con el cuerpo", que "alcanza su
perfección tan sólo junto al cuerpo" y que
un cuerpo sin alma no es ya cuerpo, sino tan sólo "huesos
y carne". Estas fórmulas tan rotundas que tomamos
textualmente de Santo Tomás desmitifican una muerte decantada
como "liberación del alma de la cárcel del
cuerpo", de esa alma que seria "el hombre verdadero".
La
famosa frase de Schopenhauer: "El hombre, después
de morir, queda, en el fondo, intacto" es falaz. Esta no
es la muerte real, sino una pura construcción intelectual,
una fantasía bienquista, una auténtica "muerte
aparente". Todo el hombre, alma y cuerpo, sufre la muerte
sin atenuaciones; todo él es afectado, en su alma y en
su cuerpo. Después de la muerte el hombre deja de ser,
pues el alma separada no puede ya ser llamada " persona
" .
El
alma no sobrevive simplemente, como si la muerte la hubiera
respetado; pero es, sin embargo, incorruptible e indestructible,
como dice la Biblia y repite la doctrina tomista. Esta indestructibilidad
no puede ser demostrada ni refutada por la ciencia natural.
Sólo la filosofía puede sostenerla con argumentos
válidos y derivados del hecho inconcuso de que "el
conocimiento de la verdad, a pesar de sus condicionamientos
orgánicos, es un fenómeno íntima y naturalmente
independiente de todo término material. Esto es reconocido,
de hecho y por la evidencia misma de la cosa, por todos los
hombres, tanto por los que lo saben, como por los que no lo
saben, e incluso por aquellos que lo niegan expresa y formalmente"
(J. Pieper). Freud afirma que cada uno de nosotros está
inconscientemente convencido de la indestructibilidad de su
propia alma, y dos tercios de la población europea actual
cree firmemente en ella. Esta incorruptibilidad del alma reclama,
según la doctrina de la unidad del ser humano, la resurrección
del cuerpo que anuncia la revelación cristiana, pues
sin ella el hombre no podría jamás alcanzar su
plenitud. Sobre la condición del alma separada, a lo
largo del tiempo que media hasta la resurrección de los
cuerpos, y sobre el tipo de existencia que se dará después
de ésta no poseemos ningún saber cabal.
Mientras
tanto, no nos dejamos tampoco consolar por las últimas
interpretaciones del fenómeno de la muerte, que intentan
presentarlo como un "acontecimiento positivo", no
ya en el sentido trágico-heroico de los existencialistas
franceses, sino entendido como "acto espiritual personal",
como "el acto más elevado del hombre", como
"la primera y última, la única libre decisión
de su vida, que, así, en este traspaso, alcanzaría
su realización plenaria. La consunción pasa a
ser consumación, plenitud, en la prestidigitación
habilidosa de Karl Rahner y discípulos. Asoma aquí
otra vez, aunque embozada en ropajes heideggerianos, la imagen
idealista del hombre "espiritual" "orientado
hacia el infinito", que amortigua y casi banaliza la caída
en el abismo de tinieblas de que habla toda la tradición
bíblica: "Un resplandor luminoso se posa sobre el
rostro huidizo, dolorosamente oscurecido del moribundo",
escribe J. B. Metz, poéticamente; pero se trata de una
anotación puramente intelectualista, de una versión
más del optimismo evolucionista de Teilhard de Chardin,
para quien la muerte no seria más que "un necesario
eslabón funcional en el mecanismo y en el movimiento
progresivo de la vida".
Aunque
esta concepción espiritualista y pragmatista a un tiempo
sea a todas luces un mero producto intelectual, al que no corresponde
la experiencia general que de la muerte todos tenemos, no faltan
pensadores de clara fama, Pieper, Tresfontaines, por ejemplo,
que la consideran como altamente digna de Dios y del hombre
y afirman que "algo de esto debe en efecto ocurrir en la
muerte". Sin embargo, es incontrovertible que esta "hermosa
teoria" atribuye a la muerte lo que ésta precisamente
destruye: la posibilidad de actuar. ¿Cómo puede
ser la muerte, por una parte, "la extrema reducción
del hombre a la impotencia" y, por otra, "la más
elevada acción del hombre"? -ambas frases de Karl
Rahner-, exclama sorprendido el dominico Gaboriau.
Este
último brote romántico en la historia de la meditación
de la muerte quisiera embellecer su "rostro horrible",
tal como lo vemos aparecer en las páginas estremecedoras
de un Dostoievsky, de un Kierkegaard, un Kafka y una Simone
de Beauvoir no avezados ciertamente a la cosmética idealista.
Los mismos santos que fueron al encuentro de la muerte propia
como quien va a una fiesta no supieron disimular su escalofrío
y su congoja ante el fallecimiento y los despojos de los seres
amados. Este nuevo modo de hablar nada tiene que ver con la
sonrisa feliz de algunos creyentes inundados de gracia que saludan
a la muerte como al encuentro mil veces deseado del Rostro de
Dios, no más vislumbrado "como en un espejo"
en sus imágenes y huellas temporales y terrestres, sino
sin velos, cara a cara. Si el pensamiento de la muerte puede
ciertamente estimular a todo hombre, como incluso ha sabido
recoger la psicoterapia existencial de Viktor E. Frankl, pues
despierta el sentido de responsabilidad e ilumina las tareas
a asumir en la vida, no extrañará que la fe en
aquel Señor que un día hizo enmudecer las flautas
de la muerte, frente a la casa de Jairo, y convirtió
el morir en un plácido morir y el féretro en una
cuna, logre resolver la natural rebeldía en una rendición
amorosa.
Después
de que el Hijo de Dios pasó por la muerte más
muerte de la Historia, los cristianos creemos "contra toda
esperanza" y contra toda desoladora experiencia, que la
muerte ya no es muerte, sino nacimiento a la Vida. De este triunfo,
sin embargo, saben tan sólo los que la han experimentado
desde dentro. Ellos paladean la realidad profundísima
del célebre verso de un loco suicida, el italiano Cesare
Pavese: "verra la morte e avra i tuoi occhi", no los
ojos de una amada fragilísima, sino los ojos del Amor
Personal infinito e imperecedero.
--------------------------------------------------------------------------------
Del libro Psicología Abierta Ed. Rialp.
Home
|