Segundo
de dos hermanos, pertenece a una familia con ancestros catalanes –particularidad compartida con algunos de los más destacados dirigentes
contemporáneos del país-, siendo uno de sus abuelos oriundo de
la provincia española de Lleida. Realizó los estudios primarios
en su municipio natal de Santiago de los Caballeros y los secundarios,
desde 1957, en el Instituto Politécnico Loyola, centro regentado
por los jesuitas en San Cristóbal, capital de la provincia homónima,
donde se graduó como perito en Agronomía en 1962.
Dos años después, inició una temporada lectiva en la Universidad
estadounidense de Carolina del Norte para familiarizarse con los
procedimientos del procesado industrial del tabaco. También en
1964, contrajo matrimonio con Rosa Gómez Arias, joven atraída
por el voluntariado social. La pareja pasó a compartir actividades
en el Movimiento Familiar Cristiano, una entidad seglar dedicada
a promover los valores de la familia católica en la sociedad dominicana,
e iba a tener cuatro hijos, dos chicos y dos chicas.
Tras completar su instrucción académica, Mejía fue contratado
por el Instituto del Tabaco (Intabaco) como investigador agrícola.
Allí desarrolló labores de campo antes de convertirse, en un tiempo
muy breve y con sólo 25 años, en el director en jefe de este organismo
nacional, siendo el cuarto titular desde la creación de la entidad
en 1962. El puesto, de alto relieve, era consustancial al rango
de subsecretario de Agricultura del Gobierno. Transcurría 1966
y el país había dejado atrás el tumultuoso 1965, año en que las
asonadas golpistas y la herencia mal asimilada de la dictadura
trujillista desembocaron en una guerra civil y en la invasión
militar estadounidense, la cual frustró el programa de Gobierno
nacionalista y revolucionario del coronel Francisco Caamaño Deñó
y prologó el régimen derechista de Joaquín Antonio Balaguer
Ricardo.
Ajenos a la efervescencia política que sacudía la República Dominicana,
Mejía y su equipo de técnicos trabajaron en la organización de
cooperativas tabacaleras y en la mejora de las variedades autóctonas
de la planta solanácea. Con él a su frente, Intabaco introdujo
la variedad de rubio para la producción industrial de cigarrillos.
Los logros de Mejía en el sector tabacalero llamaron la atención
de la compañía estadounidense de fertilizantes agrícolas Rohm
and Haas, que en 1967 le ofreció un puesto de alto ejecutivo con
jurisdicción sobre el área del Caribe. Su misión, investigar y
desarrollar nuevos abonos que permitieran aumentar la productividad
agrícola.
Mejía estuvo con la Rohm and Haas hasta 1973. Entonces, pasó a
Industrias Linda, donde se desempeñó como vicepresidente del Departamento
de Planificación y Desarrollo Agrícola, figurando entre sus competencias
la mejora de las técnicas de cultivo del tomate, el frijol, el
ají y otros productos del campo dominicano. Además, en 1971 fue
elegido presidente de la Asociación Nacional de Profesionales
Agrícolas (ANPA).
Aunque no involucrado por el momento en las lides políticas, Mejía
era simpatizante, que no afiliado, del Partido Revolucionario
Dominicano (PRD), histórica formación fundada el 21 de enero de
1939 por, entre otros, el líder izquierdista Juan Bosch Gaviño,
efímero presidente democrático de la República derrocado en un
golpe reaccionario en 1963. Desde 1973, año en que Bosch lo abandonó
para formar su propia fuerza política, el Partido de la Liberación
Dominicana (PLD, inicialmente marxista y luego orientado al centro),
el PRD adquirió una impronta socialdemócrata, ingresó en la Internacional
Socialista y luchó denodadamente para vencer en las urnas al Gobierno
autoritario del Partido Reformista (PR) y el presidente Balaguer,
que no vacilaban en desatar la violencia represiva y en trucar
los procesos electorales para mantenerse en el poder.
Cuando de la mano de su candidato, Antonio Guzmán Fernández, el
PRD ganó las elecciones presidenciales de mayo de 1978 (derrota
que Balaguer intentó disfrazar con un fraude tan escandaloso que
el Gobierno estadounidense, temiendo otra guerra civil, intervino
en la crisis y obligó a transigir al caudillo reformista) y regresó
al poder ejecutivo tras su malhadada titularidad de hacía 15 años,
Mejía fue designado por su correligionario y amigo personal para
el puesto de secretario de Estado -esto es, ministro- de Agricultura,
lo que supuso su salto a la política. Podía decirse que este despacho
gubernamental le venía a Mejía, con toda su experiencia profesional
y sus conocimientos técnicos, como anillo al dedo, y, ciertamente,
con él al mando, el ministerio promovió numerosos proyectos y
normativas que hicieron un gran servicio al desarrollo agropecuario
nacional, aunque hubo de lidiar con las devastaciones que provocaron
los huracanes caribeños y la fiebre porcina.
Con la llegada a la Presidencia de Salvador Jorge Blanco en agosto de 1982 (semanas después de quitarse la vida el mandatario
saliente, Guzmán), no obstante pertenecer también al PRD, Mejía
cesó en el Ejecutivo y regresó a las actividades profesionales
en el sector privado. En las elecciones de aquel año candidateó
a senador en representación de Santiago, pero no salió elegido.
En los años siguientes, el agrónomo progresó al frente de una
serie de empresas familiares dedicadas a la fabricación y venta
de productos agroquímicos y semillas, si bien se mantuvo activo
en la política nacional en tanto que vicepresidente nacional del
PRD. También, prestó consultoría internacional en su especialidad
técnica.
En 1990, el presidente del partido, José Francisco Peña Gómez,
le incluyó en su fórmula electoral como candidato a vicepresidente
de la República, pero la reciente escisión encabezada por el que
fuera vicepresidente con Guzmán, Jacobo Majluta Azar, que concurrió
al frente del Partido Revolucionario Independiente, perjudicó
las posibilidades del PRD, tal que en mayo de ese año el tándem
Peña-Mejía quedó en un mediocre tercer lugar tras el aspirante
a la reelección y a la postre vencedor, el incombustible Balaguer,
jefe del ahora llamado Partido Reformista Social Cristiano (PRSC),
y el propio Bosch, por cuenta del PLD.
A lo largo de la década, Mejía fue testigo de la recuperación
electoral de su partido. En las caóticas elecciones generales
de mayo de 1994, Peña Gómez vio literalmente hurtada la victoria
mediante un fraude masivo en beneficio de Balaguer, quedándole
como único recurso el pataleo, aunque los perredeístas sobrepasaron
a sus adversarios derechistas en las dos cámaras del Congreso
de la República. En las presidenciales anticipadas de mayo de
1996, convocadas en virtud del Pacto por la Democracia suscrito por los tres partidos principales (el PRSC, a regañadientes)
para superar la crisis poselectoral de 1994, Peña Gómez tuvo de
nuevo la victoria al alcance de la mano, sólo que esta vez el
casi nonagenario Balaguer, en un brillante ejercicio de maquiavelismo
político, se la birló movilizando todos sus recursos de caciquismo
electoral en favor del aspirante del PLD, Leonel Antonio Fernández
Reyna, quien se proclamó presidente en la segunda vuelta.
La coalición de intereses entre el PRSC y el PLD, insólita en
dos partidos que habían sido enemigos acérrimos durante décadas
pero que fue facilitada por la progresiva derechización del segundo,
no pretendía otra cosa que cerrarle el paso a Peña Gómez, que
era de una raza, la negra, tradicionalmente despreciada por las
élites dominicanas. Balaguer no tuvo inconveniente en permitir
que su partido presentara un candidato propio, Jacinto Peynado
Garrigosa, el vicepresidente saliente de la República, quien hizo
el papel de comparsa en esta intriga.
La muerte de Peña Gómez el 11 de mayo de 1998, pocos días antes
de celebrarse los comicios legislativos y municipales, generó
un efecto de simpatía que magnificó las ya excelentes perspectivas
electorales del PRD: los pronósticos se cumplieron y el partido
conquistó la mayoría absoluta en el Congreso y buena parte de
las 115 alcaldías sujetas a renovación. La desaparición de su
mentor político también determinó los planes personales de Mejía,
que hizo pública su precandidatura presidencial, aunque contrincantes
internos no le faltaban. De hecho, la unidad del PRD había quedado
rota.
El 20 de junio de 1999 el PRD, bajo la presidencia orgánica de
Emmanuel Esquea Guerrero, celebró una elección primaria de la
que Mejía salió proclamado candidato con más del 80% de los votos.
El perito agrícola fue declarado vencedor sobre cuatro contendientes,
entre ellos la senadora Milagros Ortiz Bosch, sobrina de Juan
Bosch (quien iba a fallecer en noviembre 2001 a la venerable edad
de 92 años) y el ex secretario de Estado de Turismo Rafael Suberví
Bonilla, que acusó al comité organizador del partido de haberle
perjudicado deliberadamente en la fase previa al no incluir en
el padrón electoral a miles de afiliados próximos a su precandidatura.
La impugnación de Suberví no duró mucho y Mejía elevó un llamamiento
a la unidad del partido para encarar con optimismo las elecciones
presidenciales de 2000. Dicho y hecho, ya que Milagros Ortiz accedió
a ser su compañera en la papeleta presidencial y el propio Suberví
fue complacido con la reserva para él de la importante Secretaría
de Turismo, su antigua oficina.
Utilizando un estilo popular y directo, alardeando de no tener
pelos en la lengua y de ser sincero en toda circunstancia, y sacando
partido de su exhaustivo conocimiento de las diversas realidades
del país, que era fruto de sus numerosos viajes por motivos profesionales
o para hacer proselitismo político, Mejía se presentaba como un
granjero jovial y avezado, que estaba perfectamente al tanto de
las penurias de los desfavorecidos (no menos del 25% de la población
vivía bajo el umbral de la pobreza) y que sabía cómo confrontar
las problemáticas del campesinado (el 17% de la fuerza laboral,
en un sector, el agropecuario, que ya sólo aportaba el 11% del
PIB).
La nueva dirigencia del PRD estaba resuelta a seguir capitalizando
el enorme predicamento que Peña Gómez había tenido entre las masas
pobres, y Mejía, sin forzarse en demasía porque la espontaneidad
era una de sus señas de identidad, se desenvolvió con campechanía
e incluso irreverencia a la hora de poner en solfa determinados
modos y políticas del establishment conformado por los
prebostes del PLD y el PRSC. Mejía se enfrentaba, por el PLD a
Danilo Medina Sánchez, secretario de Estado de la Presidencia
en el cuatrienio, y por el PRSC al mismísimo Balaguer, convertido
en leyenda viva: con 93 años, el sempiterno caudillo dominicano,
presidente de la República durante 24 años repartidos en tres
períodos, optaba por novena vez a la suprema magistratura, a pesar
de su ceguera total, sus serias limitaciones auditivas y verbales,
y su incapacidad para mantenerse en pie.
Puesto que no podía sacar votos a costa de los aspectos puramente
macroeconómicos del legado de Fernández Reyna, como eran el crecimiento
del PIB a un ritmo en torno al 8% anual (la tasa más alta del
continente), la multiplicación de las inversiones foráneas, la
estabilidad monetaria del peso y el mantenimiento de la inflación
bajo control, Mejía centró sus propuestas de campaña en un terreno,
el social, al que el poder había prestado mucha menos atención
que las transformaciones modernizadoras y la liberalización acelerada
de las estructuras.
Así, Mejía prometió reducir la brecha entre ricos y pobres haciendo
llegar a todos los dominicanos los beneficios del boom económico de los últimos años, que descansaba en el turismo de
hotel y playa, el sector de la construcción, los servicios de
telecomunicaciones (entre los más avanzados de América Latina)
y los negocios de exportación de maquila en las zonas francas.
Su gobierno sería de “rostro humano” y dedicaría al gasto social
hasta el 50% del presupuesto. También, adelantó que iba a revisar,
sin descartar la renacionalización, algunas de las privatizaciones
ejecutadas por el Gabinete peledista, empezando por la de la Corporación
Dominicana de Electricidad (CDE), ahora llamada Corporación Dominicana
de Empresas Eléctricas Estatales (CDEEE).
La segmentación de la CDE en cinco empresas de titularidad privada,
dos de generación y tres de distribución (área ésta en la que
el Estado, a través de la CDEEE, fungía de copropietario), estaba
revelándose como un enorme fiasco, ya que las nuevas compañías
energéticas, no sólo no habían mejorado el servicio, sino que
venían sometido a los sufridos abonados, que eran tanto particulares
como industrias enteras (con las consiguientes pérdidas millonarias
para éstas), a continuos e interminables cortes en el suministro.
El Gobierno del PLD no se decidía a tomar cartas en un asunto
que presentaba las características de una estafa al Estado. A
mayor abundamiento, las tarifas eran caras, todo lo cual concitaba
contra las compañías un sinfín de quejas por negligencia, abuso
y desfachatez. El problema era muy serio y no tenía una solución
fácil, aunque cabía esperar de las autoridades surgidas de las
elecciones más firmeza con quienes no estaban cumpliendo con sus
obligaciones. Sobre el particular, Mejía prefirió pasar de puntillas,
no asumió compromisos concretos y señaló que ya se encargaría
de que el servicio eléctrico fuera eficiente.
Por otro lado, Mejía era consciente de que los mensajes de contenido
social y las sugerencias de intervencionismo del Estado causaban
aprensión en el empresariado, así que dio las oportunas seguridades
de que respetaría y prolongaría las reformas promercado impulsadas
por el presidente saliente. Es más, concedería, aseguró, nuevas
facilidades a la inversión extranjera, citando en particular la
de Estados Unidos, aunque ciñó la misma a unos resultados en las
materias de creación de empleo y de elevación de las rentas de
la población, esto era, a las actividades productivas de gran
repercusión social. Asimismo, afirmó que buscaría gobernar por
consenso y desde el más absoluto respeto a las instituciones,
y que combatiría la corrupción, la cual, opinaba, había proliferado
bajo la Administración del abogado mulato.
La campaña de las presidenciales, como venía siendo por costumbre
en la democracia dominicana, estuvo plagada de zancadillas y palabras
broncas. Mejía, objeto de ácidos reproches desde el oficialismo,
donde se le pintaba de populista vocinglero con oratoria vulgar
y sin nociones claras sobre cómo conducir el país, se quejó de
que le estaban destinando una propaganda “sucia” que nacía de
una cultura instalada en el “canibalismo político” y el “irrespeto
a la institucionalidad”.
Por ejemplo, los medios gubernamentales se encargaron de aventar,
y de ridiculizar, las expresiones locales utilizadas por Mejía
en un encuentro con inversores en Miami. En esa ocasión, el aspirante
presidencial, con su pintoresquismo inveterado, presentó como
atractivos turísticos de la República Dominicana a "las mulatas,
morenitas y blanquitas", frase que fue calificada por los peledistas
de ofensiva y denigrante para la mujer dominicana, y que pasó a engrosar su lista de “vainas”, u ocurrencias, como él
mismo llamaba. A medida que se acercaba el día de las elecciones,
el 16 de mayo, la campaña fue subiendo de tono. No por casualidad,
los denuestos contra el socialdemócrata arreciaron a medida que
las encuestas le otorgaban la proclamación presidencial, incluso
sin necesidad de acudir a la segunda vuelta.
El 9 de mayo estalló el escándalo cuando la Policía acusó formalmente
a tres miembros del servicio de seguridad particular de Mejía
de haber matado a balazos a dos activistas progubernamentales
durante un acto de campaña del candidato en la norteña ciudad
de Moca el 29 de abril. Dos de los guardaespaldas fueron puestos
bajo arresto y el tercero se dio a la fuga. La Policía fundó su
imputación en una grabación de video en la que se mostraba a uno
de los tres presuntos homicidas disparando a quemarropa a un manifestante
del PRSC, que resultó herido de gravedad.
La reacción de Mejía fue denunciar la videocinta como un “montaje
bochornoso” para incriminarle en unos asesinatos en los que su
gente, recalcó, no había tenido nada que ver. Los portavoces del
partido opositor explicaron que los escoltas, en efecto, habían
llegado a desenfundar sus armas, pero porque existía un amago
de agresión contra su jefe. Simultáneamente, el Gobierno no tuvo
ambages en reconocer que los servicios de inteligencia del Estado
venían sometiendo a Mejía a un seguimiento exhaustivo, haciendo
poner el grito en el cielo al PRD, que vio justificadas sus denuncias
de espionaje político.
De todas maneras, en el electorado prevalecieron el malhumor por
las políticas liberales de Fernández Reyna y por el desbarajuste
del servicio eléctrico, y, en consecuencia, el deseo de un cambio
de rumbo, así que Mejía se adjudicó la victoria con un rotundo
49,87% de los sufragios. En puridad, al no alcanzar el preceptivo
50%, Mejía debía verse las caras en una segunda vuelta el 30 de
junio con su inmediato rival, Medina, al que sacó nada menos que
25 puntos de diferencia, pero el candidato del Gobierno arrojó
la toalla tras constatar que no iba a recibir el apoyo del PRSC,
es decir, a repetirse el escenario de 1996. Balaguer, al que la
parca concedió aún dos años más de vida, quedó en un meritorio
tercer lugar y a punto estuvo de desbancar a Medina. Inopinadamente,
Mejía y Balaguer se disponían a establecer una relación efectiva
y afectiva, con piropos constantes del primero al segundo y un
respaldo parlamentario de éste a aquel, hasta que se produjo el
desenlace biológico del antiguo servidor de Trujillo.
Nada más ser proclamado presidente, Mejía brindó su triunfo al
difunto Peña Gómez y planteó la formación de un Gobierno de unidad
nacional abierto a “los mejores”, sin importar la filiación partidista.
Pero gozar de la mayoría absoluta en el Legislativo era una ventaja
demasiado seductora como para desaprovecharla con gestos de magnanimidad,
sobre todo si se entraba en el Palacio Nacional con una agenda
rica en proyectos, así que la oferta no llegó a materializarse.
El 16 de agosto de 2000 Mejía tomó la banda presidencial y comenzó
su mandato de cuatro años en presencia de nueve gobernantes, en
ejercicio o antiguos, de los países más vinculados a la República
Dominicana. El primer jefe del Estado del PRD desde hacía 14 años
anunció un paquete de medidas para los primeros 100 días de Gobierno
cuyo epítome era el “mantenimiento del equilibrio macroeconómico
con un rostro humano”. El plan, muy ambicioso, contenía actuaciones
urgentes para corregir importantes deficiencias en los campos
de la educación, la sanidad, la nutrición, el medio ambiente,
la producción agrícola, la vivienda, la función pública y la seguridad
ciudadana, e iba a requerir una inversión total de 5.000 millones
de pesos, unos 312 millones de dólares al cambio de entonces.
Según el flamante presidente, ese dinero iba a obtenerse con cargo
al presupuesto del Estado y de los fondos de depósito de las instituciones
locales.
Todo esto era, naturalmente, bienvenido por la población. Pero
Mejía anunció y aplicó también una impopular subida media del
25% en el precio de los combustibles, para compensar el encarecimiento
del petróleo y evitar hinchar más la deuda pública interna, rayana
en los 1.000 millones de dólares. Antes de abandonar el poder,
Fernández Reyna había amagado con aplicar esa medida. Precisamente,
en la precampaña, Mejía advirtió al peledista que la subida de
las gasolinas, además de castigar a la población, generaría una
inflación incontrolada. Ahora, no parecía temer tanto el segundo
escenario, así que el Gobierno decretó unas alzas de precios que
no afectaban al propano y la electricidad.
En los meses siguientes, el equipo de Mejía acometió planes de
expansión agropecuaria, hidroeléctrica y de las comunicaciones
terrestres. La cosecha del banano con tratamiento ecológico (del
que la República Dominicana es el primer productor mundial) tuvo
unos resultados muy satisfactorios. En cuanto a la red viaria
nacional, fue sometida a obras intensivas de reparación y construcción,
mayormente vinculadas a los intereses turísticos.
También, se pusieron sobre la mesa sendos megaproyectos para tender el primer tren de pasajeros del país, entre Santo
Domingo y la ciudad portuaria de Haina (la línea de ferrocarril
en servicio se destinaba exclusivamente al transporte de caña
de azúcar desde las plantaciones a las procesadoras), y un tranvía
capitalino. El Gobierno aseguró que la tesorería pública no pondría
un peso para financiar estas construcciones y que las adjudicatarias
privadas invertirían los 450 millones de dólares necesarios para
hacer realidad dos vías de comunicación consideradas fundamentales.
Sin embargo, nada de todo esto se llevó a cabo.
Finalmente, la pretensión de reducir la pobreza y el generoso
subsidio a los alimentos básicos y el consumo energético requirieron
de una subida de impuestos que pasó el escrutinio de la Cámara
de los Diputados en diciembre de 2000 y que el presidente quiso
orientar a los contribuyentes jurídicos. También, con el argumento
de la austeridad, el nuevo poder despidió a decenas de miles de
funcionarios que en su gran mayoría, lo cual no debía tomarse
por casual, habían sido nombrados por la Administración anterior.
Cuando empezaron las suplencias, saltó a la vista que muchos de
los que estrenaban puesto eran personas ligadas al PRD, lo que
alentó las denuncias de perpetuación de los usos patrimonialistas
del Estado.
2000 registró todavía un crecimiento económico bastante impresionante,
el 7,8%. Pero en 2001, la contracción de los intercambios en el
comercio regional, la recesión en Estados Unidos y el efecto negativo
de los atentados terroristas del 11 de septiembre pasaron factura
a las exportaciones efectuadas desde las zonas francas y al turismo,
con el resultado de la pérdida de miles de puestos de trabajo
y un descenso general de la actividad. El año cerró con una tasa
de crecimiento del PIB del 3% y un repunte inflacionario, rozando
el índice el 9%.
Al comenzar 2002, los sectores productivos experimentaron una
recuperación, alimentando la percepción de que el contratiempo
había sido superado. Por lo demás, el comportamiento de los precios,
gracias a que estaban subsidiados, era clemente y el Gobierno
siguió proyectando una imagen de dinamismo y preocupación social,
aunque empañada por la lentitud o la paralización de varios proyectos
emblemáticos. Mejía llegó al ecuador de su mandato con una erosión
evidente pero conservando una importante cuota de credibilidad.
Todo esto tuvo su reflejo en las elecciones legislativas del 16
de mayo de 2002, en las que el partido del presidente retrocedió
a los 73 diputados y perdió la mayoría absoluta en la Cámara baja,
si bien incrementó sus senadores de 24 a 29 (sobre 32). En cuanto
a los comicios locales, los perredeístas ganaron en 104 de los
125 ayuntamientos, entre los que no estuvo Santo Domingo, ido
a manos del PLD.
El gran beneficiario de la jornada fue el PRSC, que más que duplicó
sus diputados. La formación conservadora, manejada por Balaguer
hasta la víspera de su muerte, el 14 de julio, como si su extrema
senectud no contase para nada, se mostraba muy dispuesta a concertar
con el PRD, dejando a su antiguo socio, el PLD, en la inoperancia
opositora. El momento le pareció propicio a Mejía para presentar
un proyecto de reforma constitucional con el objeto de introducir
la reelección presidencial por un segundo período consecutivo
(la reelección indefinida había sido abolida en 1994 en virtud
del Pacto por la Democracia) y rebajar del 50% más uno
al 45% el umbral de votos para ser proclamado presidente sin necesidad
de la segunda vuelta.
Mejía aseguró por activa y por pasiva que esta reforma no se hacía
pensando en sí mismo, y que él no iba a ser candidato en 2004.
Pero éso era precisamente lo que pedían los miembros de un llamado
Proyecto Presidencial Hipólito (PPH), que presentaba toda la traza
de una plataforma organizada por el perredeísmo más fiel a Mejía
para impulsar la que sería la ambición secreta del presidente.
El 13 de julio de 2002, el Congreso, constituido en Asamblea Nacional
Revisora de la Carta Magna, aprobó la enmienda que facultaba la
reelección con el voto combinado del PRD y el PRSC, pero la modificación
constitucional relativa al porcentaje electoral necesario para
ser elegido presidente no prosperó porque los asambleístas socialcristianos
no quisieron extender su aval a este punto. Además, un grupo de
legisladores del PRD votó en contra de la primera medida, escenificando
la división interna en el partido gobernante, donde dirigentes
como el actual presidente orgánico, Hatuey Decamps Jiménez, no
escondían sus apetitos sucesorios. Tampoco faltaron las insinuaciones
de compra de votos por el oficialismo con dinero extraído del
erario público
A partir de los trabajos de la Asamblea Nacional Revisora la presidencia
de Mejía fue, decididamente, cuesta abajo. En septiembre, la decisión
del Gobierno de reestructurar a la baja los subsidios otorgados
a las empresas de electricidad -lo que iba a suponer la indexación
de las tarifas para todos los consumidores excepto los habitantes
de las barriadas más pobres-, pero sin comprometerse a liquidar
las deudas contraídas por el Estado con ellas, fue respondida
por siete plantas generadoras con un corte masivo del servicio
que desató la cólera popular en Santo Domingo. Los disturbios
callejeros degeneraron en choques de gran violencia entre manifestantes
y policías, produciéndose dos muertos.
Mejía transigió ante la contundente medida de presión (o de extorsión)
de las compañías eléctricas, algo que venía conociéndose como
“apagones financieros”, y dispuso el abono inmediato de 90 de
los 320 millones de dólares de la deuda reclamada. Las siete generadoras
se reconectaron a la red, pero el caos energético siguió campando
por sus respetos, con nuevos cortes que exasperaban a los clientes
y el aumento de los impagos y de los robos de suministro. El PLD
no daba tregua al presidente, descalificando todas sus decisiones
e intentando deslegitimar los trabajos de la mayoría legislativa
mandando a casa a sus diputados. Mejía advirtió que, de ser necesario,
gobernaría “a decretazos limpios”, pronunciamiento que le valió
la imputación de “autoritarismo” por sus detractores.
El súbito encarecimiento de la electricidad por la supresión de
los subsidios generó otra ola de descontento popular en febrero
de 2003. Ese mismo mes, el Gobierno, confrontado con el descenso
de los ingresos del turismo y de las franquicias industriales
y de servicios, el descontrol de la inflación, la imparable devaluación
de la moneda nacional y la escalada de los tipos de interés, anunció
un paquete de medidas de austeridad, principalmente un impuesto
adicional del 10% a los bienes importados no indispensables y
la retirada de circulación por el Banco Central de 300 millones
de pesos (12,5 millones de dólares). A continuación, el presidente
presentó en el Congreso varios proyectos de ley orientados a prevenir
la corrupción y la opacidad en el ejercicio de la función pública.
Para el PLD y el Consejo Nacional de la Empresa Privada (CONEP,
la confederación patronal dominicana), estas medidas, bien eran
insuficientes, bien estaban desequilibradas porque, en su opinión,
hacían recaer todo el peso del ajuste en el sector privado. Tanto
unos como otros reclamaban que el Estado también se apretara el
cinturón y recortara sus gastos. Los empresarios, en particular,
exigían a Mejía que ejecutara el compromiso, asumido en el Pacto
por la Estabilidad y el Crecimiento Económico firmado en diciembre,
de podar la plantilla de la hipertrofiada administración del Estado
y devolverla a sus niveles previos al cambio de Gobierno en 2000.
Desde su partido, en cambio, Mejía era presionado para que interviniera
sin contemplaciones a las tres empresas distribuidoras de electricidad,
EDE Sur, EDE Norte y EDE Este, que eran filiales de dos transnacionales
extranjeras, la española Unión Fenosa y la estadounidense AES
Corporation, y abriera un concurso de licitaciones para buscar
nuevos inversores interesados en el negocio.
Con todo, lo peor estaba por llegar. El 24 de marzo, el anuncio
de la absorción del Banco Intercontinental (Baninter) por el Banco
Dominicano del Progreso destapó el mayor escándalo financiero
en la historia de la República Dominicana, la quiebra de hecho
del Baninter, considerado el segundo banco del país (o el tercero,
o incluso el primero, no habiendo unanimidad al respecto) en volumen
de activos y una fuente de dinero habitual de la clase política
sin distingos de partido. De “tragedia nacional” fue calificada
la ruina del Baninter, que intentó ser ocultada por sus directivos
hasta que los accionistas y el personal jurídico involucrado en
la operación dieron la voz de alarma. También resultó decisiva
la postura del FMI, el Banco Mundial y el Banco Interamericano
de Desarrollo (BID), los cuales, estando al tanto de la situación,
condicionaron la asistencia crediticia que el Gobierno les había
solicitado al esclarecimiento del escándalo. Ésto obligó a Mejía,
que había saludado con encendidas palabras la mudanza bancaria,
a, dando un giro de 180 grados en su discurso, contar la verdad
de lo que estaba sucediendo y a tomar decisiones críticas.
El 7 de abril se informó que la fusión bancaria era imposible
y el 13 de mayo la Junta Monetaria intervino a la entidad quebrada.
A lo largo de estas jornadas aciagas, el jefe del Estado y el
gobernador del Banco Central fueron revelando a la estupefacta
opinión pública la magnitud del desastre. En síntesis, el Baninter
tenía un agujero contable de 55.000 millones de pesos, al cambio,
2.200 millones de dólares, cifra colosal que equivalía al 67%
del presupuesto del Estado para 2003, al 15% del PIB y a la casi
totalidad de las remesas enviadas por los emigrantes (segunda
fuente de ingresos nacional) en un año. Este descomunal déficit
era el fruto de 14 años de operaciones fraudulentas registradas
en una contabilidad paralela a la oficial.
La indignación fue mayúscula al saberse, de boca del propio Mejía,
que desde septiembre del año anterior el Estado había estado aportando
al Baninter fondos del erario público para tratar de impedir su
colapso financiero. Resultó que el Banco Central le había inyectado
41.000 millones de pesos, transferencia que no terminó hasta el
8 de mayo y que incluyó 17.000 millones para cubrir los depósitos
de los clientes, los cuales se lanzaron en masa a retirar sus
ahorros. Los analistas encontraron una relación directa entre
el gigantesco desembolso y la devaluación del 40% sufrida por
el peso en el mismo período. El Gobierno redujo al punto el gasto
público y las subvenciones al consumo.
El director del Baninter, Ramón Báez Figueroa, amigo íntimo de
Mejía y padrino de una red de financiación a cambio de favores
corporativos en la que estaban metidos todos los partidos (amén
de mandos militares y policiales, jerarcas de la Iglesia y figuras
de la prensa, todos los cuales habrían dado alas durante años
a este entramado delictivo o, como mínimo, dudosamente legal,
por medio de la colaboración, la complicidad o el silencio), fue
arrestado y encarcelado por orden del 7º Juzgado de Instrucción
de Santo Domingo a petición de la Fiscalía del Distrito Nacional,
que le formuló acusaciones por los presuntos delitos de lavado
de activos, estafa, abuso de confianza y emisión de cheques sin
fondos. Igual suerte corrieron los dos vicepresidentes de la entidad.
La Fiscalía dispuso también la intervención de los medios de comunicación
del Grupo Baninter, todo un emporio mediático consistente en cuatro
periódicos, ocho canales de televisión, 76 emisoras de radio y
varias decenas de empresas de servicios por cable. Los directores
de los rotativos Listín Diario, El Expreso, El
Financiero y Última Hora fueron obligados a renunciar
y el Gobierno nombró a sus sustitutos a la vez que impuso nuevas
gerencias a la Red Nacional de Noticias (RNN) Canal 27, Telecentro
Canal 13 y Radio Cadena Comercial (RCC).
La incautación por el Estado se tradujo para algunos medios en
su cierre. La avalancha continuó, y la quiebra del Baninter arrastró
al desahucio al Banco Nacional de Crédito (Bancrédito) y al Banco
Mercantil, desatando el pánico en todas las empresas que sustentaban
su negocio en la financiación que recibían de ellos, sobre todo
del Bancrédito. El Estado tuvo que salir también a avalar los
depósitos del Bancrédito y el Mercantil antes de terminar convertido
el primero en el Banco León y ser adquirido el segundo por el
Republic Bank de Trinidad y Tobago.
Mejía, que ya había encajado en noviembre el arresto del jefe
de la Seguridad Presidencial, coronel Pedro Julio Goico Guerrero,
por su presunta relación con una estafa millonaria –al Baninter,
precisamente- con tarjetas de crédito, y más recientemente, en
enero, la dimisión del procurador general de la República, Virgilio
Bello Rosa, por su inacción ante los casos de corrupción, mantuvo
el tipo frente a esta cadena de desastres e hizo lo que a la oposición
política le pareció un ejercicio de lavado de manos bastante impropio.
El presidente contraatacó lanzando la operación de salvamento
estatal de los ahorros de los clientes engañados y acelerando
las negociaciones con el FMI para la concesión de un préstamo stand-by de 600 millones de dólares. Claro que esta asistencia
urgente iba a quedar condicionada a un plan de austeridad lesivo
para la población y, lógicamente, a hinchar la deuda externa,
simultáneamente al agrandamiento de la deuda interna. Lo cierto
era que los naufragios bancarios iban a tener, estaban teniendo
ya, un impacto brutal en la economía nacional y en el bolsillo
de los ciudadanos. El único consuelo que cabía albergar era que,
gracias a la depreciación del peso, algunas exportaciones y los
ingresos por el turismo no podían sino acrecentarse, pero este
ímpetu no iba a resultar suficiente para contrarrestar la caída
en picado del consumo y el negocio internos, amén de las pérdidas
en el sector agrícola. En 2002 la economía había crecido el 3,8%,
pero el ejercicio de 2003 se prometía recesivo.
El 11 de junio Mejía hizo alzar muchas cejas cuando pidió “orar
a Dios por el bien de la República Dominicana, en momentos en
que la fe es necesaria para superar los problemas”. Impetraciones
a la divinidad aparte, existía la opinión mayoritaria de que el
presidente había contribuido a la confusión y el nerviosismo reinantes
con su anuncio del 22 de abril, cuando arreciaba el escándalo
del Baninter, de que “autorizaba” al PPH a inscribir su precandidatura
presidencial para las elecciones de 2004. La retractación de Mejía
después de haberse pasado más de un año diciendo que no aspiraba
a la reelección cayó como una bomba en el PRD, donde cobró nitidez
la fractura entre el sector ortodoxo, ligado a la sigla
y la tradición del partido, y la facción oficialista leal
a Mejía por encima de todo. Hatuey Decamps, precandidato in péctore,
reaccionó negativamente, y la propia presidenta de la República,
Milagros Ortiz, acusó a los promotores de la postulación de Mejía
de violar un principio fundamental del PRD como era el rechazo
al continuismo en la jefatura del Estado.
El verano de 2003 trajo nuevas algaradas sociales por la carestía
de la vida, la penuria de energía eléctrica y la incertidumbre
financiera. El clima político se calentó extraordinariamente.
El 6 de agosto. el Ejecutivo estableció por decreto un impuesto
a las exportaciones del 5%. Ésta era una demanda clave del FMI,
que se avino a cerrar el acuerdo de contingencia a dos años el
29 del mismo mes. La República Dominicana recibió un primer desembolso
de 120 millones de dólares, pero en septiembre, la decisión unilateral
del Gobierno de la compra por la CDEEE a Unión Fenosa de su 50%
de participación de capital en las EDE Norte y Sur (la otra mitad
de las acciones ya la tenía la CDEEE) fue considerado por el organismo
multilateral de crédito un incumplimiento de la carta de intenciones
sobre la contención del gasto público, así que declaró en suspenso
el stand-by.
Por lo que se veía, los cortes de luz no perdonaban a nadie, y
a mediados de agosto la mismísima Cámara de los Diputados se quedó
a oscuras en plena sesión de votación de las nuevas autoridades
parlamentarias. El incidente se tornó grotesco al escucharse cuatro
disparos en el interior de la sala, obligando a la Policía a irrumpir
en el hemiciclo y a las tropas de élite del Ejército a acordonar
el edificio como medida de protección. Este episodio bizarro se
quedó sin esclarecer, pero comentaristas locales lo insertaron
en la guerra de banderías que estaba librándose en el seno del
PRD.
Ciertamente, la gresca ya estaba organizada entre los diputados
perredeístas de las dos facciones, la crítica y la defensora de
Mejía, quien fracasó en su intento de mantener como presidenta
de la Cámara baja a Rafaela Alburquerque, pese a pertenecer al
PRSC. El puesto se lo llevó un hombre de su propio partido y al
que Mejía, en teoría, debió haber respaldado, Alfredo Pacheco
Ozoria, a quien todo el mundo le suponía miembro del PPH, lo que
sugería que el divisionismo había alcanzado incluso a la facción
propresidencial. Ortiz, Decamps, Suberví (ahora mismo, secretario
general del partido y ministro de Turismo) y otras figuras destacadas
del PRD no desaprovecharon la oportunidad de contribuir a la cizaña
en el bando de Mejía apoyando a Pacheco, pese a no estar en su
lado fáctico.
En la primera mitad de octubre Mejía se topó con el doble bofetón
de la Corte Suprema de Justicia, que con escasos días de diferencia
declaró en sendas sentencias la inconstitucionalidad de los decretos
de febrero y agosto sobre el gravamen de las importaciones y las
exportaciones, respectivamente. El Congreso, que ya no era fiable
para Mejía, suspendió la aplicación del impuesto del 5% a las
ventas al exterior, que tanto perjudicaba a las empresas comerciales
pero que era urgido desde el FMI.
Impertérrito, Mejía lanzó su campaña proselitista de cara a las
elecciones del año siguiente. La presencia de altos mandos del
Ejército y de la Policía Nacional en sus actos fue severamente
criticada por lo que parecía una forma de intimidar a los adversarios.
Al presidente tampoco le disuadió el resultado de una consulta
interna celebrada el 19 de octubre por el PRD, en la que el 92%
de los afiliados que depositaron su voto se pronunció en contra
del plan reeleccionista. El protagonista de la controversia descalificó
este referéndum como “ilegal” y una “pérdida de tiempo”, pero
sus rivales le advirtieron de que no iba a poder zafarse de una
elección primaria en toda regla, en la que la militancia decidiría
a quién quería tener de candidato para enfrentarse con Fernández
Reyna, que volvía a la arena presidencial. Algunas encuestas decían
que si el PRD era representado por Mejía, su derrota estaba asegurada,
y por amplio margen, a manos del PLD: si, en cambio, la postulante
era la vicepresidenta Ortiz, el partido en el poder tendría alguna
oportunidad.
El 11 de noviembre el país quedó paralizado por una huelga general
de 24 horas contra la política económica del Gobierno. Los paros
fueron convocados por la llamada Coordinadora Nacional de Unidad
y Lucha (CNUL), colectivo formado en diciembre de 2002 por diversas
organizaciones populares y sindicales, y sus principales exigencias
a Mejía eran la concesión de incrementos salariales del 100%,
la desgravación de las gasolinas, una solución definitiva para
la crisis de la electricidad y la suspensión de las negociaciones
con el FMI. Los choques con las fuerzas antidisturbios de la Policía
fueron muy violentos y a su término se contaron ocho muertos,
40 heridos y medio millar de detenidos
El barullo se instaló de tal manera en el PRD que tuvieron lugar,
no una, sino dos elecciones primarias. En la primera, celebrada
el 7 de diciembre, participaron Decamps, el senador Ramón Alburquerque
Ramírez y José Rafael Abinader Wasaf, llevándose la victoria el
primero. En la segunda, prevista inicialmente para el 14 de diciembre
y luego postergada al día 21 antes de sufrir un nuevo retraso,
Mejía debía medirse con Ortiz, Suberví y el ex presidente del
partido Emmanuel Esquea, pero los tres decidieron retirarse alegando
que los “pepehachistas” habían alterado el padrón en su contra
y que el proceso estaba viciado de raíz.
Así las cosas, cuando el 18 de enero de 2004 pudo celebrarse esta
singular primaria, Mejía sólo tuvo que enfrentarse con una persona,
Frank Joseph Thomén, que no era sino un partidario y amigo personal.
Su candidatura fue registrada a toda prisa para dar una imagen
de competición interna y únicamente cosechó un 5% de votos. El
tortuoso camino de las presidenciales de mayo estuvo completamente
despejado para Mejía desde el momento en que la Junta Central
Electoral (JCE) dictaminó que la primaria ganada por Decamps no
había sido válida por no reunir el quórum de participación necesario
que establecen los estatutos generales del PRD.
En enero de 2004 el Gobierno, presionado por el FMI, dispuso toda
una batería de medidas de austeridad, tanto impositivas como relacionadas
con el gasto. El primer grupo abarcaba una serie de aumentos significativos
en los precios de los combustibles y la electricidad, y de las
tasas al consumo de alcohol, tabaco y otros productos, así como
la eliminación de las exenciones del impuesto sobre la renta a
los intereses devengados a las empresas por los certificados del
Banco Central.
Al mismo tiempo, el Congreso recibió y aprobó un presupuesto general
del año que regularizaba –ahora sí- la gabela del 5% a las exportaciones
de bienes y servicios durante seis meses, un recargo del 2% a
las importaciones y la duplicación, de 10 a 20 dólares, del cobro
de salida del país en los aeropuertos. Por su parte, el Banco
Central trasladó el tipo de cambio oficial con el dólar, que el
mercado había dejado ridículamente obsoleto, desde los 16,5 pesos
a los 44, aunque en algunas operaciones cambiarias la divisa estadounidense
se pagaba ya a 60 pesos.
Ahora mismo, la inflación interanual marcaba el 43% -la tasa más
elevada del continente-, el paro era del 17% y la deuda externa
alcanzaba los 7.600 millones de dólares, el doble que en 2000.
En estas circunstancias, no dejó de causar sorpresa, y de invitar
a la esperanza, conocer que en 2003 la economía había experimentado
un crecimiento negativo del 1,3% cuando un semestre atrás se había
vaticinado el -3%. Sin duda, el turismo, los servicios de comunicaciones
y la minería del níquel habían salvado al país de lo peor. De
hecho, ya estaba en marcha una tímida recuperación.
El encarecimiento de la gasolina repercutió automáticamente en
el coste del transporte del autobús, gota que desbordó la paciencia
de la Coordinadora Nacional de Organizaciones Populares, Sindicales
y Choferiles y que precipitó el llamamiento a otra huelga general,
de 48 horas, para los días 28 y el 29 de enero. Las reivindicaciones
eran las mismas que en noviembre, pero ahora se exigía además
la moratoria en el pago de la deuda externa, la prohibición de
importar artículos de lujo durante dos años, y la fijación de
nuevos impuestos a los bienes suntuarios e inmobiliarios, a las
rentas de capital y a los beneficios empresariales. El Gobierno
replicó que no tenía nada que negociar. Los paros nacionales de
enero fueron considerado un “éxito rotundo” por sus convocantes,
pero incrementó la cuenta de víctimas de la revuelta social: otras
ocho personas fueron muertas por los disparos de las fuerzas del
orden, los heridos ascendieron al centenar y hubo 600 detenidos.
Todo esto llenaba de pesadumbre a la opinión pública. Pero, marginadas
del candelero informativo, otras tragedias se abatían sobre el
país, y éstas eran cotidianas. Por un lado estaba el éxodo de balseros que intentaban llegar por mar a las costas de
Puerto Rico, cuyo número crecía de manera exponencial, con el
consiguiente aumento de los naufragios por la precariedad de las
embarcaciones. En 2003 los guardacostas de la Marina de Estados
Unidos apresaron a casi 2.000 inmigrantes indocumentados de origen
dominicano, el doble que el año anterior, y en las primeras semanas
de 2004 se estaba produciendo un alud sin precedentes. Por otra
parte, el drama silencioso de las redadas y expulsiones masivas
de haitianos ilegales, desarrolladas con regularidad desde hacía
muchos años independientemente de quien gobernase en Santo Domingo,
y que tantísimas veces habían ocultado deportaciones forzosas
de ciudadanos dominicanos por el mero hecho de ser de raza negra.
El 31 de enero, en plena resaca de la huelga general, Mejía aceptó
la nominación presidencial de su partido para las elecciones del
16 de mayo, que, según decían las encuestas, se le presentaban
muy cuesta arriba al tener en frente a Fernández Reyna. En el
caso de que ganara, Mejía ya no podría postularse nunca más al
más mismo cargo o a la Vicepresidencia, según rezaba el remozado
artículo 49 de la Constitución. La XX Convención Extraordinaria
de los perredeístas, boicoteada por los sectores rivales, fue
aprovechada por el mandatario para entonar una vigorosa defensa
de su gestión y para realizar un descargo de responsabilidades
por el actual estado de cosas en la República Dominicana, que
achacó en su totalidad a factores ajenos a su voluntad y su ámbito
de decisión, desde los efectos de los ataques terroristas del
11 de septiembre hasta la acción de los especuladores monetarios,
que, “como cuervos”, vinieron al país tras la crisis bancaria
y “han llenado de hambre al pueblo”.
Arropado por miles de seguidores y por el ex presidente Salvador
Jorge Blanco, Mejía aseguró que no iba a aceptar “chantajes” de
los organizadores de la huelga, “y mucho menos de estos izquierdistas”,
acuñó las promesas de crear medio millón de empleos y de convertir
al país en uno de los principales destinos turísticos del continente
en su segundo mandato, y, con tono porfiado, sentenció que vislumbraba
“un futuro de paz, trabajo, armonía y prosperidad para todos los
dominicanos, si somos capaces de vencer a los enemigos que hoy
nos amenazan: el abuso, la voracidad y el egoísmo de los poderosos’’.
La Convención decidió también sustituir a Decamps por Vicente
Sánchez Baret como presidente orgánico y ratificar en la Secretaría
General del partido a Suberví, quien, como Decamps, y al igual
que Ortiz, Alburquerque y Esquea, no quiso estar presente. Suberví
adornó su boicot a la proclamación presidencial de Mejía con la
declaración de que se había asistido a “la muerte del PRD, su
entierro oficial”. Pero los cambalaches políticos ya estaban en
marcha y a comienzos de marzo el país se desayunó con la noticia
de que el secretario de Turismo era el compañero de fórmula elegido
por Mejía para optar al puesto de vicepresidente.
Antes de las elecciones, el 21 de abril, Mejía tomó una decisión
trascendente de política exterior, la orden de retirada inmediata
de los 300 soldados que servían en el Irak ocupado dentro de la
Brigada Plus Ultra, integrada por contingentes hispanos de cinco
nacionalidades y componente de la llamada División Multinacional
Centro-Sur (MND-CS), con campo de operaciones en las provincias
sureñas de Najaf y Qadisiyah. Las tropas dominicanas habían sido
despachadas en agosto de 2003 por un motivo exclusivamente político,
complacer al Gobierno de George W. Bush, y venían estando supeditadas
a una cadena de mando militar que empezaba con España, seguía
con Polonia y terminaba, en la cúspide, con Estados Unidos.
El anuncio de Mejía fue inmediatamente posterior a las órdenes
de retirada de sus tropas impartidas por los gobiernos de España,
cuyo contingente era la columna vertebral de la Plus Ultra, y
Honduras. Por lo demás, la postura proestadounidense de Mejía
en vísperas del inicio de las hostilidades contra el régimen de
Saddam Hussein el 20 de marzo de 2003 acarreó la dimisión, el
día 26 de ese mes, del secretario de Relaciones Exteriores, Hugo
Tolentino Dipp, que consideraba inapropiado este alineamiento.
La participación de la República Dominicana, si bien de manera
testimonial, en las labores de vigilancia de la seguridad y de
reconstrucción posbélica en el país árabe tras la extremadamente
polémica invasión de marzo de 2003, en retrospectiva, ha tendido
a monopolizar el comentario sobre el quehacer de Mejía en política
exterior. Aunque no se venía caracterizando especialmente por
el activismo allende las fronteras nacionales -aspecto que sí
había definido el cuatrienio de Fernández Reyna-, en la primavera
de 2004 la presidencia de Mejía tenía ya en su haber unos cuantos
eventos de alto relieve relacionados con la integración económica
regional.
Así, el 25 de mayo de 2001 el presidente asistió en Salvador en
calidad de observador a la III Reunión de Jefes de Estado y de
Gobierno entre la República de China (Taiwán) y los Países del
Istmo Centroamericano. También, representó a su país en la I Cumbre
del Sistema de la Integración Centroamericana (SICA), la Comunidad
del Caribe (CARICOM) y la República Dominicana, en Belice el 5
de febrero de 2002. No siendo miembro de estos organismos, la
República Dominicana había suscrito con los dos sendos acuerdos
de libre comercio que entraron en vigor durante el mandato de
Mejía: el del CARICOM, el 1 de diciembre de 2001, y el del SICA,
país por país (El Salvador, Guatemala, Honduras y Costa Rica,
por este orden) entre octubre de 2001 y marzo de 2002.
Más recientemente, el 19 de diciembre de 2003, Mejía había tomado
parte en Belice en la XXIII Reunión Ordinaria del SICA, cita de
trascendencia histórica porque supuso la vinculación formal del
país caribeño al SICA con el estatus de país asociado. Y el 5
de agosto de 2004, a punto de expirar el cuatrienio, la República
Dominicana iba a sumarse al Acuerdo de Libre Comercio de Centroamérica
(ALCC o CAFTA) del que formaban parte Estados Unidos, El Salvador,
Nicaragua, Honduras, Guatemala y Costa Rica. Finalmente, hay que
consignar que Playa Bávaro, famoso destino turístico de la costa
extremo oriental, acogió el 15 y el 16 de noviembre de 2002 a
la XII Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno.
El 16 de mayo de 2004 el pueblo dominicano acudió a votar y, sin
sorpresas, Fernández Reyna se proclamó presidente sin necesidad
de disputar la segunda vuelta del 27 de junio. El peledista obtuvo
el 57,1% de los sufragios y el perredeísta mereció la confianza
del 33,6% de los votantes, número más elevado que el barajado
por la mayoría de los sondeos y que no estuvo exento de mérito,
dados la calamitosa situación económica y social que se dejaba
en herencia, el fuerte rechazo popular a las políticas del Ejecutivo
y la división instalada, hasta el borde de la ruptura, en las
filas del PRD. El hombre del PRSC, Eduardo Estrella Virella, sólo
sacó el 8,6% de los votos.
Mejía aceptó sin rechistar, con gesto de buen perder, el veredicto
de las urnas y felicitó a Fernández Reyna por su triunfo. Hasta
la transferencia del poder, el 16 de agosto, el antiguo ingeniero
agrícola tuvo que hacer frente, a finales de mayo, al desastre
provocado por la brutal crecida del río Silié en la zona fronteriza
con Haití. La tromba de agua arrasó la localidad de Jimaní, en
la provincia sureña de Independencia, donde se contabilizaron
más de 800 muertos y unos 320 desaparecidos.
En vísperas de su despedida de la Presidencia, Mejía explicó que
a partir de ahora iba a emplearse en actividades mayormente privadas,
aunque sin retirarse del todo del plano público y de la política,
citando en particular la organización de un “club de amigos” en
la provincia de San Cristóbal y la inauguración de una oficina
de análisis de asuntos políticos. Con su franqueza y desparpajo
característicos, el aún presidente se calificó de “gobernante
atípico” y añadió que pretendía adelgazar los 10 kilos que había
adquirido durante su paso por el Ejecutivo, -“aunque después dirán
que tengo el SIDA”, comentó-, e iniciarse en la artesanía de la
madera.
(Última actualización: 7 febrero 2005)
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